jueves, 6 de marzo de 2014

Roma, día 3º

Muy buenas, familia;

Disculpad que anoche no escribiéramos, pero la tecnología a veces juega malas pasadas, y la conexión wi-fi del hotel no estaba disponible, así que no fue por olvido o falta de ganas (que a veces uno siente la tentación o la necesidad de meterse en la cama y dormir, pero al cuerpo no siempre hay que hacerle caso). Además, la noche se convirtió en en algo movidita y, ya que aquello tuvo momentos en los que parecía la selva, nos tocó salir a marcar el territorio.
Pero después del suspense, tranquilidad; que no eran nuestros chicos. Por un momento pensamos que era un nuevo saqueo de Roma, después del de Carlos V, pero era un grupo de muchachos (griegos, creemos) que no tenían ni ganas de meterse en sus habitaciones, ni quien les obligase a ello. Los nuestros, bien. No. Muy bien. Antes de que pudiéramos advertirles de que no salieran, ya se habían dado cuenta de que ahí no se les había perdido nada, y ni siquiera se asomaron a las puertas. Un lujo; y para nosotros, los profes, un orgullo. Y así se lo hemos dicho.

Pero bueno, vamos a lo nuestro. El día comienza muy pronto; mucho. 6:45, desayuno. Fuerte, como si supiéramos la que nos esperaba. Y a las 7:30 ya estamos en el autobús, y conocemos al resto del grupo en el que vamos ‘incrustados’: matrimonios (o parejas de hecho que tanto no intimamos), alguna familia completa (desde la abuela hasta los nietos, celebrando algo especial para ellos). En su mayoría brasileños, y creemos que algunos españoles. Con los 18 de nuestra parte, ya somos 52. Y Javier, el guía que pone la agencia para acompañar en el circuito hasta Venecia. Un buen tipo.
Nos dirigimos hacia los Museos Vaticanos, donde la fila ya rodea buena parte de la muralla. A los que están al final, les esperan algo más de dos horas de fila hasta que lleguen a la entrada. Es uno de esos momentos en los que nos alegramos de ir dentro de un grupo, cuando te deja el autobús prácticamente a la puerta, y Javier (el guía, no el nuestro) busca a Elena, la guía local que nos va a explicar los museos, que nos espera ya con las entradas recogidas y los auriculares para seguir sus indicaciones. No tardamos ni 10 minutos en entrar, incluyendo los pertinentes controles y escáneres a bolsos y mochilas. La sonrisa de superioridad que nos aparece en la cara al ver todo lo que nos hemos ahorrado en tiempo, aburrimiento y desesperación en la fila se nos va redondeando hasta la admiración a medida que vamos descubriendo las primeras pinceladas de los museos. El patio de la Piña, con la explicación de la capilla Sixtina mediante unos paneles (dentro de la capilla no están permitidas las indicaciones de los guías). Y la resolución del primero de los interrogantes. Haremos el recorrido de la sección de escultura. Bien. Y  mal. Bien, porque pasaremos por el Laocoonte, el torso Belvedere, el Hércules  de bronce. Y mal, porque nos perdemos los frescos de Rafael: la escuela de Atenas, el Triunfo del cristianismo, la batalla de Maguncia. Pero todo no puede ser. Y además, buscando lo positivo que tiene perderse todo esto: es otro motivo más para volver.

Nos detenemos en el Laocoonte. Tiene algo. Más bien, tiene mucho. Pero es muy difícil de explicar. Conociendo lo que representa (el sacerdote troyano que se opone a introducir el caballo en la ciudad, y que es castigado por Atenea enviándole dos serpientes que lo estrangulan a él y a sus hijos), es muy fácil sentir la desesperación del individuo que, pretendiendo lo justo, se ve dominado, sometido, castigado por el poder. El estudio de la anatomía de los personajes es brutal, perfecto. El padre, retorcido intentando liberarse de la serpiente. Y los hijos; uno ya agotado, extenuado, entregado; y el otro pretendiendo desasirse, mirando hacia su padre, intentando encontrar no ya ayuda, sino casi una explicación. Es como las tres estrellas de la guía Michelin: ya es motivo suficiente para venir.

La capilla Sixtina. ¿Se puede explicar algo? Me temo que es muy difícil. Son sensaciones, emociones, sentimientos. No son palabras. Es algo que cada uno necesita ver, y cada uno lo sentirá distinto. Pero tampoco se permite hacer fotos. Salvo que te escondas detrás de la espalda de alguien y te camufles como un francotirador. Eso sí; es mucho mas fácil que te pillen, si dejas el flash del teléfono activado.


Al dejar la capilla, pasamos a la basílica de San Pedro. La verdad es que nos está resultando complicado contar el día de ayer. Uno se siente pequeño, muy pequeño; eres una mota de polvo en medio de todo. La proporción es asombrosa. Cuando Elena nos dice que el baldaquino mide lo mismo que un edificio de 9 plantas, que las letras que bordean toda la catedral miden dos metros, que la pluma con la que escribe uno de los evangelistas que sostienen la cúpula mide un metro y setenta y cinco centímetros… comprendes que no hay nada mayor. Empezamos por la Piedad. Otra vez. ¿Quién la describe? Y Miguel Ángel la talla cuando tiene 25 años. A uno le da por pensar qué había hecho a nuestros 25 años, y le entran complejos. Es la única que firmó, en la banda que cruza el pecho a la Virgen María. Después de ésta, ya no volvió a firmar ninguna. No hacía falta.




Nos acercamos a ver el lugar donde han colocado el sepulcro de Juan Pablo II y el de Juan XXIII, a quienes dentro de muy poco van a canonizar. Quién sabe; quizá algún año desde el Amor de Dios tengamos que venir para la canonización de Sor Rocío, o de nuestro padre Usera.


Poco a poco, nos vamos acercando hacia la salida, y ves que te ha llevado un buen tiempo llegar desde el altar hasta la puerta. Cosas de la proporción; no parece tan grande, pero…




Dentro del grupo, está prevista ahora la visita panorámica por Roma, aunque a nosotros nos descoloca un poco; aún así, son muy interesantes las explicaciones de Elena, que siempre aportan algo nuevo. Y los chicos reconocen en cada sitio por los que pasamos con el autobús sus propias pisadas, sus huellas de los días previos, en los que hemos recorrido cada rincón de esta ciudad.
A las dos termina la visita, en Santa María Maggiore, junto a estación Termini, y nuestra intención es volver al Vaticano, para subir a la cúpula de San Pedro. La última subida es a las cuatro y media. Hay que comer. Los chavales sacan la cara y proponen hacer sus bocadillos allí mismo, comer rápido y coger el metro hacia el Vaticano para intentar estar allí antes de las tres y media. Nos da un poco de vergüenza, pero nos hacemos con un sitio en la estación, y comemos. Son unos fieras. Y ahora a correr. Nos recorremos Roma de punta a punta por sus tripas y finalmente conseguimos el objetivo de llegar, mientras arrecia la lluvia. Intentamos echarle un poquito de arte, a ver si al ser un grupo escolar nos podemos ahorrar la fila, que bordea toda la columnata de Bernini. No hay suerte. Nos asalta la sombra de pensar si después de todo el esfuerzo, se nos va a pasar la hora en la espera. A las cuatro y veintiocho, nos plantamos en la taquilla: grupo escolar, menores de edad,18 personas, para subir a pie. ¡Premio!, incluso con tarifa reducida a mitad de precio. 325 escalones nos separan de la cima, distribuidos en escalones de todos los tipos: muy tendidos, estrechos, otros en los que hay que subir inclinándote para adaptarte a la forma de la cúpula… La primera parada es sobrecogedora. Nos coloca en el interior de la cúpula, por encima de las letras que la bordean. Las personas que visitan el templo parecen hormigas. Otra vez la cosa de la proporción.
Volvemos a subir, ahora ya hasta la linterna, por una escalera de caracol, donde la barandilla es una cuerda con nudos a los que agarrarte. Merece la pena; cuando sales y te encuentras encima de la iglesia más alta de toda la cristiandad, surgen sentimientos contradictorios. Te sientes el rey del mundo, pero también te vuelves a sentir pequeño, muy pequeño. Los chicos lo disfrutan mucho, y el saberse allí arriba es especial. Fotos y risas cómplices son la mejor muestra de ello.










Una pequeña herida, y un recuerdo especial. Alba se ha hecho daño en una pierna, y lo de subir escaleras es imposible hoy. Se queda abajo, y Ana la acompaña; un tiempo de reposo, café y confesiones, que disimularía las miradas furtivas hacia la cúpula donde se encuentran sus compañeros.
La bajada es más rápida de lo que creíamos, ya que agotamos la hora de cerrar el Vaticano, y nos bajaron en el ascensor. Las chicas dijeron que no estuvo mal.



Y lo que nos faltaba para terminar nuestro experiencia con Roma, era acercarnos hasta la Boca de la Verdad, y los templos de Hércules y Portunus, de los más antiguos de Roma, y con un estado de conservación muy bueno. La noche ya era bastante cerrada. Y era el momento y el lugar para darles las gracias a los chavales por su buenísima actitud hacia toda la tralla y sobredosis de lugares y de datos que les hemos dado, y nunca nos han hecho un reproche por el exceso. Porque saben que han venido a esto.






Subida por el teatro de Marcelo hacia la plaza Venezia, para ir hacia la zona de Trevi y Panteón, donde vamos a hacer una cena común, para despedirnos con un buen sabor de boca de Roma. Aunque lo que más agradecimos fue… ¡el wi-fi!



Llegamos al hotel a las once y media, batiendo el récord, pero estamos seguros de que nadie ha exprimido más la ciudad de lo que lo hemos hecho nosotros.

Para mañana, Florencia.

Muchos besos para todos

Ana y Javier

2 comentarios:

  1. Otro relato estupendo, como si estuviéramos ahí mismo,con vosotros. Y orgullo por el comportamiento de los chicos.
    Gracias de nuevo Ana y Javier.
    Abrazos para tod@s

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  2. Muchas gracias por la crónica. Y enhorabuena a esos chicos, aunque yo no esperaba menos de ellos. Seguid disfrutando.

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