domingo, 9 de marzo de 2014

Milán, día 8º

Muy buenas, familia.

Hoy no podemos subir fotos; estamos escribiendo esto en el autobús de vuelta a Salamanca, y utilizamos internet del teléfono para subirlo al blog; para escribir sí que da; para colgar las fotos, no. Mañana las ponemos.
Hoy ya es el último día; por una vez, nos vamos a levantar más tarde de las seis de la mañana. Les hemos dicho que a las ocho desayunamos, para intentar salir del hotel a las nueve. Lo agradecen; lo agradecemos, quizá más que ellos. Nuestras noches siempre se alargan, y ya pesan mucho los días. Si las suyas se han alargado no lo sabemos. Creemos que no. Pero siempre nos ha dado mucho miedo el fuego, no nos vamos a arriesgar. Si se han movido, por lo menos no se ha notado; que en este caso, a la mujer del César le bastaría con parecer honrada.
Con calma, salimos del hotel, después de haberles atiborrado la consigna de maletas, mochilas, máscaras… hacia el metro. Tres paradas; transbordo; seis paradas; Duomo. Increíble. No queda nada de lo de ayer. Como si no hubiera pasado. No dábamos un duro porque hoy estuviera así. A las diez y media de la noche de ayer no se veía el suelo de confeti, serpentina y botes de espuma. Vaya paliza que se han pegado. Pero menos mal, porque la imagen de ayer era terrible. Hoy sí que nos damos cuenta de que está ahí la catedral; hoy no hay nada que nos distraiga. Nos falta entrar a la catedral, que ayer, por motivos obvios, ni lo intentamos. Por dentro encontramos el modelo del gótico, a la perfección: pilares esbeltos, polistilos, baquetones, nervaduras cruzando las bóvedas Pero sobre todo vidrieras. Y rosetones. Un espectáculo. El color y la luz que acaba con el románico y sus paredes como murallas. Hay carteles de que no se puede hacer fotos en el interior del templo. Pero nadie lo vigila. Nadie lo cumple. Hay una parte reservada, por todo el pasillo central, hasta el altar mayor y el ábside, en la que se celebra la misa. Pero los laterales son un río de gente que desfila despacio, en general de modo respetuoso, admirando el edificio. Es imponente. A algunos les parece más grande que la basílica de San Pedro en Roma. Ya hablamos de la proporción de San Pedro, absolutamente perfecta. La de Milán es la cuarta más grande del mundo, por detrás de la de Sevilla (3ª), y Saint Paul en Londres (2ª). También es importante la decoración en escultura.  Hay un túmulo con dos Medicci enterrados, y destaca poderosísimamente la escultura de San Bartolomé, a la derecha del altar mayor, absolutamente cruda. Es un santo que sufrió el martirio y fue despellejado. La talla le representa así, sin piel, que le recubre como una manta echada sobre sus hombros. Sobrecoge ver la expresión en la piel, con todas su expresiones y formas. Y en el cuerpo, donde se ven con claridad todos los tendones y músculos. Se nos pone la piel de gallina. Es estremecedora. Como los cuerpos expuestos de dos obispos de comienzos del XX, embalsamados, donde se observan sus manos incorruptas.
Sobre el altar mayor se encuentra un Cristo crucificado, que está suspendido del techo, quizá sostenido por una viga. Impresiona. En el otro lateral, dos capillas: una dedicada a la Virgen, y otra a la Santa Cruz.




















Salimos, y les proponemos ir a ver la Scala, la ópera de Milán, que está en la trasera de las galerías de Vittorio Emannuelle II. Aceptan. La verdad es que, sea por saturación como le pasó a Stendhal, o porque es un edificio neoclásico, sobrio, correcto, pero nada espectacular, nos deja un poco fríos. Por dentro ha de ser otra cosa, pero no lo vamos a saber esta vez. Por si alguien lo quiere apuntar en la lista de agravios.

Y se nos ocurre un plan genial: Ana ha encontrado la iglesia donde está la Última Cena, de Leonardo da Vinci. Santa María delle Grazie. La verdad es que nos sorprende que no haya apenas publicidad de esto. Por algo será. Les damos la opción de acompañarnos, porque ni siquiera sabemos si es visitable; y se apuntan. Estar aquí y no intentarlo no se concibe. En el camino nos encontramos con un grupo de japoneses en la misma dirección. Buena señal. Llegamos a la iglesia. Allí está el edificio, pero no hay demasiada gente. Entramos a la taquilla; el rito de siempre: grupo escolar, 16 alumnos, dos profesores, carta de la escuela sellada. La encargada nos mira como si fuéramos marcianos. ¿tienen reserva? Dice. No. Todo está reservado, completo, anotado, programado… desde hace varios meses. Le faltó llamarnos pardillos. Ya lo decimos nosotros. Son las cuevas de Altamira de aquí. Lista de espera de meses; o años. Y nosotros venimos hoy y queremos entrar. Nos volvemos con las mismas, y añadimos la cara de bobos que se nos queda cuando nos habíamos hecho ilusiones. Esto sí que pasa a la lista de agravios.





Tiempo libre hasta la una y media en que regresaremos al hotel. Metro. Y  ahora no confundimos la dirección de la salida. Un rato de espera en el hotel, y aparece Javier, el guía, que viene a recogernos para ir al aeropuerto. Y allí nos deja, en los mostradores de facturación. Trabajo cumplido. Y muy bien, por su parte.




Lo siguiente, os lo contamos en persona. Ya vemos la catedral de Salamanca por las ventanillas del autobús.

Un abrazo muy fuerte,


Ana y Javier.

2 comentarios:

  1. Muchas gracias a todos, alumnos y padres, por hacernos pasar un viaje inolvidable. De verdad que ha sido un placer.
    Ana Herraez

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  2. Gracias a vosotros, Ana y Javier, por haber cuidado a nuestros hijos en este viaje que para ellos y para nosotros también será inolvidable.
    Un abrazo

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